jueves, 24 de noviembre de 2016

Tradición del Cristo del Cachorro (Parte III)

  Cayó enfermo Ruiz Gijón de tanto trabajar y de tan poco comer y casi no dormir. Le ardían las manos de la fiebre, pero aunque sus deudos intentaban retenerlo en la cama, él se levantaba para dibujar y modelar.  Cierta noche en la que la fiebre lo tenía amodorrado, se despertó de repente, se incorporó con trabajo en el camastro y buscando a tientas las botas y la capa se dispuso a salir. Ni siquiera se había vestido,sino que  por entre la capa se le veía blanca y empapada en sudor la camisa. Intentaron sujetarle sus familiares, pero él se desasió de ellos gritando:
 - Dejadme, ahora es cuando se que voy a copiar la verdadera cara de agonía que necesito para el Cristo de la Expiración.
  Y rechazando a su mujer y su hija que llorando querían impedirle la salida, requirió un rollo de papeles y un puñado de carboncillos, abrió la puerta y se perdió en la negrura de la calle. Parecía como si lo fueran guiando, aunque el no sabía hacia donde se encaminaba. Tenía Ruiz Gijón su taller por el barrio de la Merced, cerca de la Puerta Real. Siguió por la calle de las Armas hacia un postigo, que por las noches permanecía abierto, y salió fuera de las murallas cruzando el puente de barcas que unía Sevilla y Triana. Al llegar al Altozano, quedó un momento como dudado hacia donde dirigirse, pero la inconsciencia de la fiebre de la que estaba poseído, le hizo encaminar sus pasos hacia el lugar donde otras veces ya había estado, que era la capilla del Patrocinio. Llegado ante la puerta quedó un momento como extasiado, imaginando que en el interior estaría alguna vez el Cristo que él iba a labrar. A través de la puerta cerrada su alucinación de enfermo hacia prever visible altar con la imagen de Cristo, y lleno de una loca alegría desenrolló el papel y empuñando el carbón intentó copiar lo que sólo en su imaginación estaba viendo. Pero al comenzar hacerlo recobró la lucidez y se dio cuenta de que estaba ante una puerta cerrada de no sabia que sitio, porque no se había enterado cuándo ni como ni por qué calles había llegado hasta allí.

  << Indudablemente estoy volviéndome loco >>, pensó con terror. Y desalentado se dejó caer, más que sentado, derribado en el escalón del pórtico de la iglesia.
  De repente oyó gritos a lo lejos, gritos terribles de mujeres que taladraban el aire de la noche como cuchillos. Una algarabía de gritos femeninos, estridentes y prolongados, luego vio moverse luces y oyó el galope de un caballo. Y ante él pasó cómo volando un jinete que ondeaba a la espalda de los vuelos amplios de una capa de seda. Se levantó Ruiz Gijón y echó a andar hacia el lugar donde partían los gritos y se movían las luces. Era un grupo de chozas en que moraban los gitanos. Se acercó pensando en que había ocurrido allí alguna tremenda desgracia y su caritativo natural le  empujaba a socorrer, si era posible, a quien lo necesitase.
   A media que se acercaba, precisaba más a la luz de los candiles, el grupo de mujeres que gritaban y se retorcían las manos con vivo dolor, desmelladas y a medio vestir, como de  haber salido de sus chozas arrancadas del descanso. Ya cerca, vio la causa de aquellos gritos. En el suelo había un hombre retorciéndose en los últimos espasmos de la agonía.
  Parecía querer decir algo, acaso el nombre de su matador, y alzando con la cabeza dejaba escapar con trabajo los estertores de una respiración que se acababa. Aquel hombre era el Cachorro, el gitano que había cumplido su cita con el destino, pagando con la vida sus secretos amores. Se le veía atravesado de pecho a espalda por una daga deriva empuñadura que su matador le habia dejado hincada junto al corazón.
  Ruiz Gijón, viendo este espectáculo alucinante, olvidose del hombre compasivo que llevaba dentro y se sintió salvajemente, gloriosamente artista y nada más que artista, y mientras las mujeres intentaban devolverle la vida al moribundo arrancándole del pecho el puñas, Ruiz Gijón con un trozo de carboncillo iba dibujándo sobre el papel, a la amarilla luz de los candiles, la cara de agonía del gitano. Después enrolló su boceto y abandonando el grupo trágico donde ya el muerto era levantado en brazos por algunos gitanos que iban llegando, emprendió el regreso paso a paso hacia el Puente de Triana, lo cruzó, pasó el Postigo del Arenal, entró en su cada y se dejó caer en la cama sintiéndo sobre si ahora todo junto, el cansancio de tantos meses de fatigosa labor. En pocos días Ruiz Gijón trasladó a la madera con la gubia el boceto que había hecho aquella noche. Consiguió que la imagen tuviera verdaderamente la más exacta expresión de la agonía.
  Y cuando aquel año salió por primera vez en procesión a la calle el Viernes Santo, la nueva imagen de la Hermandad del Patrocinio, el vecindario de Triana al ver en la cruz el Cristo de la Expiración, comenzó a prorrumpir en gritos de administración y de sorpresa
  - ¡Mirad, si es el Cachorro! ¡Si es el Cachorro!
  Y en efecto, era el Cachorro, el gitano taciturno, cantaor y enamorado, que mataron por amores una noche en La Cava de Triana y que el soplo del genio del gran artista Ruiz Gijón había convertido en la figura del más hermoso y dramático de los Crists Crucificados que forman el tesoro escultural de la Semana Santa sevillana: el Cristo del Cachorro

Fuente: Mena, J. (1968). Las leyendas y tradiciones de Sevilla.

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