miércoles, 23 de noviembre de 2016

Tradición del Cristo del Cachorro (Parte II)

Aprobadas las reglas de la nueva Hermandad de la Expiración, fue necesario dotarla de sus imágenes titulares y el Cabildo de cofrades acordó concretar con algún artista de renombre la construcción de una escultura que representase al Señor expirando. Y como en aquellos tiempos alcanzaban la palma y llevaba la gala de ser el más diestro escultor de Sevilla Francisco Ruiz Gijón, se le confió a este insigne artífice el trabajo de labrar dicha imagen.  No conseguía Ruiz Gijón imaginar una nueva figura de Crucificado que pudiera destacar entre las muchas y muy buenas que ya existían en Sevilla hechas por ilustres predecesores en el arte de la gubia, como Juan de Mesa y como Martínez Montañés.
  Durante varios meses realizó cientos de bocetos, tanto dibujándolos a carbón sobre papel, como sacándolo modelados de barro; pero siempre los rompía antes de terminarlos porque ninguno llegaba a satisfacerle. Obsesionado por su falta de inspiración, abandonó cualquier otro trabajo, olvidó de comer y enflaqueció a ojos vistas, sin salir día ni noche de su taller donde pena interrumpía el trabajo cuando rendido por el sueño caía agotado sobre un camastro y aún durmiendo, seguía su cerebro imaginando nuevas figuras de Cristo en las que encontraba la perfección que él deseaba. Porque Ruiz Gijón lo que quería reproducir era, más que un Cristo agonizando, la agonía misma por antonomasia.

No debían este equivocadas por completo las voces susurrantes que maliciaban que el Cachorro tenía amores al otro lado del Puente de Triana, porque con frecuencia se le veía desaparecer de La Cava y regresar al cabo de varios días, pero nunca se supo dónde iba. Y como los gitanos se dividían en dos clases, los gitanos caseros y los gitanos andarríos, los que tenían casa, o sea, los que vivían en chozas en La Cava, averiguaron de sus hermanos los nómadas, que andan en carretera y que ponen una manta o una lona formando techo al amparo  del tronco de cualquier olivo en sus correrías, que el Cachorro nunca había sido visto por los caminos reales, por los cortijos ni por la ferias de los pueblos. No podía dudarse ue cuando faltaba de La Cava permanecía oculto en algún de Sevilla, y se le veía tan ensimismado cuanto puede estarlo quien vive enfermo de amores difíciles o secretos.
  Cierto día apareció por La Cava un hidalgo cuya figura, desusada por aquellos parajes, llamó la atención de quienes frecuentaban las tabernas del barrio. Resultaba en verdad un contraste demasiado extraño el ver al caballero vestido con jubon de terciopelo negro, cuello a la valona y rica y bien guarnecida capa de seda, en aquellos tabernuchos improvisados en una choza con honores de barraca, donde las moscas negreaban sobre la tabla que servía de mostrador y donde el vino, de tanto airearse en el barreño al meter y sacar los vasos de estaño, daba un olor espeso y acre a la atmósfera. El recién llegado bebió en más de uno de los míseros tabernuchos el vino o la copa de aguardiente, disimulando difícilmente la repugnancia que sentía de acercarse a los labios el vaso donde antes de él habían bebido otros clientes sin que el tabernero se tomase la molestia de enjuagarlo. El hidalgo pregunto en toda partes si conocían a un gitano llamado el Cachorro y aunque entre la gente de bronce es uso callar o fingir ignorancia, cuando se marchó de Triana llevaba la convicción de haber dado con la pista del gitano que buscaba.

Fuente: Mena, J. (1968). Las leyendas y tradiciones de Sevilla.

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